El Blog de Emilio Matei

martes, 4 de diciembre de 2012

Gatas peludas en el Abra Vieja

Hace más de veinte años hubo una terrible invasión de gatas peludas en el Delta del Paraná. Cuatro centímetros de puro fuego, como decía un amigo que se hacía el gracioso cuando se refería a esas orugas, poniendo tonada mexicana vaya uno a saber por qué.
Era imposible apoyar el brazo en un muelle sin sentir la quemadura. Los frentes de las casas se cubrían de tal modo que no se alcanzaba a ver el color de la pintura. Los chicos, con esa facilidad que tienen los chicos para hacer de todo una diversión, organizaron campañas de limpieza y ensuciaron los frentes con el humo aceitoso de los paños embebidos en querosén que encendían y levantaban en los extremos de las cañas para quemar los bichos.
La invasión duró muchos días. Cualquier actividad al aire libre se había hecho toda una aventura. Hasta caminar era complicado porque de los árboles podía caer alguna gata peluda sobre uno. Y si tal era el caso era inevitable tratar de sacársela de encima con la mano que terminaba con el consabido ardor.
Una noche muy calurosa, mientras cenábamos en mi casa del río Abra Vieja junto a varios amigos y sus hijos, escuchamos un zumbido persistente, una especie de vibración. Todas las ventanas, si bien estaban protegidas por alambre tejido, permanecían abiertas debido al calor. Pero esta vez las ventanas no dejaban ver afuera porque el alambre estaba totalmente cubierto de mariposas nocturnas, de esas marrón claro que se suelen llamar polillas aunque no lo sean.
Ya se sabe que el aleteo de las mariposas nocturnas desprende pelitos que suelen ser tóxicos, alergénicos o, simplemente, irritantes. Así que cerramos todas las ventanas. Alguien dijo que eran las gatas peludas convertidas en mariposas, como hacen todas las orugas con ese extraño sincronismo que a veces tiene la naturaleza.
Por aquella época en la casa había un solo ventilador que claramente no podía dar aire más que a una habitación, la que usábamos tanto para comer como para jugar a las cartas.
No recuerdo demasiados detalles pero todavía tengo clara la sensación ominosa de encierro, ya que nadie se animaba a salir al exterior en esas condiciones.
Terminamos de comer y no hubo mucho entusiasmo para jugar a nada, amén que con las ventanas cerradas el calor era insoportable.
Primero acostamos a los chicos tratando de tranquilizarlos mostrándonos menos inquietos de lo que estábamos. Y luego de mantener una charla bastante desanimada, los mayores también nos fuimos a acostar.


Desnudos y bañados en transpiración, tratamos de dormir. Era rara la sensación de mirar la ventana de vidrio, cerrada como dije antes, y no ver el exterior. Solo esa capa vibrátil y compacta de mariposas de alas cortas y cuerpos rechonchos.
Pese a todo me dormí.
Me desperté sobresaltado.
Por la ventana se veían el cielo y las estrellas. No quedaba ni una mariposa.
Abrí enseguida las ventanas y sentí un vientito maravillosamente fresco que cambió el aire viciado de la casa en unos pocos minutos.
Volví a la cama y dormí hasta la mañana.

Nunca más volví a ver tantas gatas peludas todas juntas. Aún más, durante años no volví a ver a ninguna.
Hace poco tiempo le recordé a mi vecino isleño Jorge Castro, la invasión de las gatas peludas y su desaparición cuando se convirtieron en mariposas. Por supuesto, me dijo, esa noche sopló un Noroeste muy fuerte y se las llevó a todas sobre el Río de la Plata y ahí se ahogaron. No quedó ni una, por eso desaparecieron tantos años.

Estos días las gatas peludas por fin reaparecieron. Por ahora no son muchas. A lo mejor se está formando otra invasión. Esperemos que cuando sea el momento sople el viento de donde debe. Y permita que alguien vuelva a contar, dentro de más de veinte años, lo que pasó veinte años atrás.

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