El Blog de Emilio Matei

martes, 5 de noviembre de 2013

Los que no se enteraron, los que no sabían, los que no sospechaban

Treinta mil muertos entre los que hicieron los vuelos de la muerte, los dinamitados, los fusilados, los torturados. Y la mayor parte de los ciudadanos no se enteraron. O se dejaron convencer de que, haciendo uso del dinero de sus robos y asaltos, los desaparecidos disfrutaban de inmerecidas vacaciones en Europa.

Una persona, después de contarme cómo hizo la conscripción durante los dos primeros años de la dictadura militar, y de lo que no se animaba ni quería contar de lo que vio, me declaró, muy suelto de cuerpo, que él no se había enterado de nada. Reacción esquizofrénica que vi una y otra vez durante los años post Proceso. Y que sigo viendo aún hoy, casi siempre por gente que no soporta a las Madres de Plaza de Mayo, a las Abuelas y a los Hijos. Acto de suprema cobardía, de suprema falta de compasión, ante la más descabellada valentía en medio del peor sufrimiento.

Sé que esta discusión, la de si los ciudadanos sabían o intuían o no, es antipática y parece un poco anacrónica. Pero la propia condición de desaparecidos de los desaparecidos la vuelve a poner en el tapete una y otra vez y la condena a una actualidad y a una eternidad que sólo un listado de qué pasó con esas personas y sus hijos apropiados podría detener.

Volví a este tema al leer unas declaraciones de Rudolph Herzog, el hijo de Werner Herzog, también cineasta como él, que contó cómo el humor durante el régimen nazi, al menos hasta el año 1942, permite develar que la población estaba informada de lo que sucedía en los campos de concentración. Por más que en la postguerra se rajara las vestiduras diciendo lo contrario.
Weiss Ferdl fue un comediante que, entre otros tipos de actuaciones, hizo lo que hoy se llamaría Stand Up. Este hombre, famoso en su época, vivió en Alemania durante toda la guerra y murió dos años después de que terminara. Lo que no lo hace sospechoso de estar públicamente contra el nazismo, claro. Y decía el chiste que transcribo a continuación. Siempre en la versión de Herzog hijo. Hay otras versiones que nunca difieren de esta en lo esencial:
Hice una pequeña excursión a Dachau. ¡Qué lugar! Alambre de púas, ametralladoras, alambre de púas otra vez, todavía más ametralladoras y otra vez alambre de púas. Pero yo les aseguro que, si quiero entrar, entro.

También se dijo que por esa época había madres que amenazaban a sus hijos con mandarlos a Dachau si se portaban mal.

Estos últimos años, varios escritores publicaron tanto en Europa como en Estados Unidos, libros sobre desapariciones voluntarias. No se refieren, claro está, a sistemas represivos que hacen desaparecer a la gente, sino a decisiones voluntarias e individuales de personas que deciden desaparecerse. Sea los que habitan en la calle y resultan invisibles para la gente normal, sea los que se pierden en zonas selváticas o de difícil acceso para vivir en soledad absoluta en contacto con la naturaleza. Uno de estos autores, Philippe Vasset, se refiere a estas decisiones del siguiente modo: La desaparición, es el acto de resistencia última.
Esta frase me produjo una gran inquietud. Y ahora sé por qué. Más allá de lo que hace un pequeño burgués para escapar al mismo mundo que lo produjo, haciendo un supremo acto de egoísmo, la frase tiene otras implicaciones semánticas.

Creo que la desaparición pone a los que la sufrieron del lado de la resistencia en forma definitiva. Desde allí no se cambian las ideas, no se producen traiciones, no se bajan los brazos. Los criminales que asesinaron a tantos de forma clandestina e inhumana, les dieron las armas más poderosas que se pueda dar y se condenaron a una lucha sin cuartel y sin fin. Con las desapariciones no puede haber olvido ni aunque se quiera. Y mucho menos perdón.

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